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Tenía que sobrevivir (I Had to Survive Spanish Edition)

Cómo un accidente aéreo en los Andes inspiró mi vocación para salvar vidas

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About The Book

El 13 de octubre de 1972, un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, que llevaba al equipo de rugby Old Christians—y muchos de sus amigos y familiares— se estrelló en medio de la cordillera de los Andes. Tenía que sobrevivir es el relato cautivante y desgarrador de esa larga experiencia con la muerte que impulso a uno de sus sobrevivientes, Roberto Canessa, a convertirse en uno de los cardiólogos infantiles más conocidos en el mundo.

Cuando atendía a sus compañeros heridos en medio de la carnicería devastadora que produjo el accidente, Roberto Canessa, que en aquel entonces tenía diecinueve años y era un estudiante de segundo año de medicina, se sintió la persona más afortunada del planeta: estaba vivo— y por eso mismo, debía estar eternamente agradecido. Mientras el grupo famélico luchaba por sobrevivir, más allá de los límites de lo imaginable, Canessa jugó un rol fundamental para salvar a los demás sobre-vivientes, atravesando, con un compañero, la cordillera de los Andes, examines y sin ningún tipo de equipo, en busca de ayuda. Esta delgada línea entre la vida y la muerte se transformó en un catalizador para el resto de su vida.

Tenía que sobrevivir trata de un iluminador relato de esperanza y determinación, solidaridad e ingenio, que aporta une nueva perspectiva a una historia mundialmente concocia. Canessa traza un paralelismo único u fascinante entre su trabajo diagnosticando cardiopatías congénitas muy complejas en niños recién nacidos u fetos, y las decisiones difíciles de vida o muerte que fue forzado a tomar en los Andes. Con ternura y humanismo, Canessa nos incita a preguntarnos: ¿Que hacer cunado todo está tu contra?

Excerpt

Tenía que sobrevivir (I Had to Survive Spanish Edition) Capítulo 1
¿Cuál es la frontera entre la vida y la muerte?

Por la pantalla del ecógrafo examino el corazón de un niño que está por nacer. Me demoro analizándolo; sus minúsculas manos, sus pies, como si habláramos desde adentro y afuera del monitor. Siento la fascinación de una vida eventual, porque a ese corazón le falta una parte que habrá que reponer o compensar.

Por un momento observo la pantalla del ecógrafo y al siguiente estoy mirando a través de la ventana del fuselaje del avión, avizorando el horizonte escarpado, para saber si regresaban con vida los amigos que habían salido en las primeras caminatas exploratorias. Desde que escapamos de la cordillera de los Andes, el 22 de diciembre de 1972, después de estar más de dos meses perdidos, vivo formulándome una sucesión de preguntas que cambian con el tiempo. La primera de todas es: ¿Qué hacemos cuando todas las probabilidades parecen estar en contra?

Me vuelvo hacia la madre embarazada en la camilla. ¿Cuál es la mejor manera de decirle que a su hija, que aún lleva en el vientre, le falta la cavidad más importante del corazón? Hasta hace muy pocos años, los recién nacidos con este tipo de cardiopatías congénitas complejas llegaban al mundo castigados, sin haber hecho nada para merecerlo, y morían a poco de nacer. Su huella en la vida era una breve agonía que dejaba una marca indeleble en sus familias. Pero un día se dio un paso más en la medicina y se incursionó por territorios desconocidos, y Azucena, esta madre con gesto consternado, puede tener esperanzas. Les aguarda una sinuosa cordillera por delante, a ella, al padre, a la niña y a sus dos hermanos. Un largo periplo de destino tan incierto como el que nosotros vivimos en la montaña. Con mis amigos logramos salir del blanco congelado de la cordillera de los Andes y accedimos al valle reverdecido de Los Maitenes. Yo busco a Los Maitenes para cada niño porque sé que en algún lugar los espera, aunque me consta, también, que no todos llegan.

Este ha sido mi dilema como médico, en este segundo piso del Hospital Italiano de Montevideo, Uruguay. En el ecógrafo me veo a mí mismo, tambaleándome en la cima de la montaña con un pie adentro y otro afuera de la vida, mientras observo a esta niña que ya tiene nombre, María del Rosario, y que por ahora solo puede vivir dentro de su madre, conectada a la placenta. ¿Pero qué hacer después? ¿Proponer una serie prolongada de cirugías después de las cuales, eventualmente, puede vivir? ¿Vale la pena, a pesar de los riesgos y costos? Las semejanzas son tantas que en ocasiones me abruman.

Cuando dejamos el fuselaje del avión para trepar los picos y recorrer los abismos que nos llevaron hasta aquel valle en Chile, salimos a la intemperie donde no se podía vivir. Es casi imposible vivir al sereno, con treinta grados bajo cero, sin equipos, después de perder treinta kilos de peso. No se pueden atravesar los ochenta kilómetros de la cordillera de los Andes de Este a Oeste, porque nadie en ese estado de debilidad jamás lo había hecho antes. Solo se podía vivir en el útero del fuselaje, estirar la vida un tiempo más, hasta que llegara el momento en que también ese hábitat terminaría matándonos, cuando se acabara el alimento que nos mantenía con vida, los cadáveres de nuestros amigos. El niño se alimenta de la madre y nosotros nos alimentábamos de nuestros compañeros, lo más preciado que tuvimos en nuestras vidas. ¿Seguir o no seguir? ¿Salir o no salir? En la última expedición habíamos agregado una nueva herramienta, una bolsa de dormir hecha con material aislante de los tubos de calefacción del avión, cosida con hilos de cobre de los motores eléctricos. Una maltrecha colcha de retazos que parecía salida de un basurero.

En la vida fetal, esta niña, conectada, puede vivir, como nosotros podíamos sobrevivir conectados al fuselaje, perdiendo peso todos los días, agregando agujeritos al cinturón. Pero un día hubo que cortar el cordón umbilical para llegar a la vida, porque teníamos fecha de vencimiento. Yo fui el que más demoró la salida y por eso esta imagen es tan intensa y recurrente. ¿Cuándo cortamos el cordón? ¿Cuándo cambiamos de realidad y pasamos a vivir a la intemperie, en lo que sería mi parto iniciático a través de las montañas? Sabía que una salida precipitada, como los partos prematuros de estos niños con cardiopatías congénitas, era de altísimo riesgo de sobrevida.

La decisión de dejar el fuselaje me costó mucho. Eran demasiadas las perplejidades y era la última oportunidad. Nando Parrado respetaba mis dudas porque él también vacilaba, aunque no lo podía manifestar para no desanimar al resto de los sobrevivientes del accidente, porque eso sería acelerar la caída. Con cada uno que moría, todos moríamos un poco. Cuando Gustavo Zerbino nos anunció la muerte de Numa Turcatti, uno de los amigos más valientes y nobles de la montaña, se precipitó mi decisión de salir. Ya era hora de abandonar la placenta del fuselaje, de nacer con un corazón que no estaba preparado para el mundo exterior. Arturo Nogueira, otro de mis amigos que también murió, me dijo un día: “Qué suerte tienes tú, Roberto, que puedes caminar por los demás”, porque él tenía las piernas quebradas; de otro modo él estaría en mi lugar, hoy, aquí.

El 13 de octubre de 1972 cuando choqué en el avión contra la montaña, tenía diecinueve años y estudiaba segundo año de Facultad de Medicina, jugaba al rugby y Lauri Surraco era mi novia. Lo que hice en esos setenta días fue un intensísimo curso de medicina de catástrofe, de supervivencia, donde la chispa de mi vocación médica tuvo que convertirse en llamarada. Vivimos el más cruel laboratorio de comportamiento humano, donde los cobayos éramos nosotros mismos, y, más desconcertante todavía, teníamos conciencia de que lo éramos. Nunca escuché hablar de un laboratorio tan bizarro y tan siniestro. Aprendí armas nuevas: sanarse es la actitud de sobrevivir sin importar los golpes. Nada de lo que hice después se pudo comparar con semejante nacimiento.

En los hospitales donde trabajo, algunos colegas me reprochan, a mis espaldas o mirándome a los ojos, el ser avasallador, demasiado impetuoso, un bólido que no respeta las convenciones, algo equivalente a lo que me ocurrió con mis compañeros en la montaña. A los pacientes no les importan las normas que rigen a la corporación médica porque ellos entran y salen. Las mías son las formas de la montaña, duras, implacables, afianzadas en el yunque de la naturaleza agreste en su estado más primario, que solo buscan un único resultado posible: la incesante lucha por seguir respirando.

About The Authors

Photograph © Roberto Canessa

Dr. Roberto Canessa shocked the world in December 1972 when he and Fernando Parrado arrived in Chile after surviving a horrific plane crash and then hiking across the Andes mountains for ten days at an altitude of 16,404 feet and temperatures of twenty-two degrees below zero. Canessa and Parrado guided a rescue party back to their fourteen friends who were still trapped on the mountain two months after the initial search for them had been called off. Dr. Canessa went on to become a pediatric cardiologist, world-renowned for his work with newborn patients and prenatal echocardiography at the Hospital Italiano of Montevideo.

Pablo Vierci is a native of Montevideo, Uruguay, who is also an Italian citizen. He is an award-winning author and scriptwriter.

Product Details

  • Publisher: Atria/Primero Sueno Press (March 1, 2016)
  • Length: 352 pages
  • ISBN13: 9781476765471

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Raves and Reviews

"A world-famous pediatric cardiologist tells how surviving a plane crash in the high Andes led to a lifelong commitment to helping children overcome congenital heart defects...Inspiring from beginning to end."

– Kirkus

"Canessa—who went on to became a world-renowned pediatric cardiologist at the Italian Hospital of Montevideo—now draws parallels between the life-altering decisions he made on the mountain and the hope he provides to desperate parents by performing lifesaving heart surgeries on newborn infants and fetuses in utero. In this inspirational book, he recounts in breathtaking detail his harrowing journey across a harsh, uninhabited region of the Andes with fellow crash survivor Fernando Parrado to find help...it makes for riveting reading."

– Publishers Weekly

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