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La Templanza (Spanish Edition)

Una Novela

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About The Book

The New York Times bestselling author of The Time in Between returns with a magnificent new novel set in 1860s Mexico City, Havana, and Spain about a self-made man who loses his fortune overnight but finds his destiny as he works to restore a legendary vineyard to its former glory, and to win the love of the combative widow who once owned the property.

Now available in Spanish.

Mauro Larrea sees the fortune that he had built after years of hardship and toil come crashing down on the heels of a calamitous event. Swamped by debts and uncertainty, he gambles the last of his last money in a daring move that offers him the opportunity to resuscitate his fortune. But when the unsettling Soledad Montalvo, wife of a London wine merchant, comes into his life, her passionate intensity lures him toward an unanticipated future.

La Templanza spans diverse worlds, from the young Mexican republic to magnificent colonial Havana; from the West Indies to the Jerez of the second half of the nineteenth-century, when its wine trade with England turned the Andalusian city into a legendary cosmopolitan enclave. A novel replete with glories and defeats, with silver mines, family intrigues, vineyards, and splendid places whose grandeur has faded in time, La Templanza is a story of resilience in the face of adversity, of a lifeline forever altered by the force of passion.

Excerpt

La Templanza (Spanish Edition) 1
¿Qué pasa por la cabeza y por el cuerpo de un hombre acostumbrado a triunfar, cuando una tarde de septiembre le confirman el peor de sus temores?

Ni un gesto fuera de tono, ni un exabrupto. Tan sólo, fugaz e imperceptible, un estremecimiento le recorrió el espinazo y le subió a las sienes y le bajó hasta las uñas de los pies. Nada pareció variar sin embargo en su postura al constatar lo que ya anticipaba. Impertérrito, así permaneció. Con una mano apoyada sobre el nogal recio del escritorio y las pupilas clavadas en las portadoras de la noticia: en sus rostros demacrados por el cansancio, en sus vestimentas de luto desolador.

—Terminen su chocolate, señoras. Siento haberles causado este contratiempo, les agradezco la consideración de venir a informarme en persona.

Como si fuera una orden, las norteamericanas acataron el mandato en cuanto el intérprete les tradujo una a una las palabras. La legación de su país les había facilitado aquel intermediario, un puente para que las dos mujeres llenas de fatiga, malas nuevas e ignorancia de la lengua lograran hacerse entender y cumplir así el objetivo de su viaje.

Ambas se llevaron las tazas a la boca sin ganas ni gusto. Lo hicieron por respeto, seguramente. Por no contrariarle. Los bizcochos de las monjas de San Bernardo, en cambio, no los tocaron, y él no insistió. Mientras las mujeres sorbían el líquido espeso con mal disimulada incomodidad, un silencio que no era del todo silencio se instaló en la sala como un reptil: resbalando por el suelo de tablas barnizadas y por el entelado que cubría las paredes; deslizándose sobre los muebles de factura europea y entre los óleos de paisajes y bodegones.

El intérprete, apenas un veinteañero imberbe, permanecía desconcertado con las manos sudorosas entrelazadas a la altura de sus partes pudendas, pensando para sus adentros qué diablos hago yo aquí. Por el aire, entretanto, planeaban mil sonidos. Del patio subía el eco del trajín de los criados mientras regaban las losas con agua de laurel. De la calle, a través de las rejas de forja, llegaba el repiqueteo de cascos de mulos y caballos, los lamentos de los mendigos suplicando una limosna y el grito del vendedor esquinero que pregonaba machacón su mercancía. Empanadas de manjar, tortillas de cuajada, ate de guayaba, dulces de maíz.

Las señoras se rozaron los labios con las servilletas de holanda recién planchadas, sonaron las cinco y media. Y después no supieron qué hacer.

El dueño de la casa rompió entonces la tensión.

—Permítanme que les ofrezca mi hospitalidad para pasar la noche antes de emprender el regreso.

—Muchas gracias, señor —respondieron casi al unísono—. Pero tenemos ya un cuarto reservado en una fonda que nos han recomendado en la embajada.

—¡Santos!

Aunque ellas no eran las destinatarias del bronco vozarrón, las dos se estremecieron.

—Que Laureano acompañe a estas señoras a recoger su equipaje y las traslade después al hotel de Iturbide, que anoten sus gastos a mi cuenta. Y luego te andas en busca de Andrade, le arrancas de la partida de dominó y le dices que venga sin demora.

El criado de piel de bronce recibió las instrucciones con un simple a la orden, patrón. Como si desde el otro lado de la puerta, con el oído bien pegado a la madera, no se hubiera enterado de que el destino de Mauro Larrea, hasta entonces acaudalado minero de la plata, se acababa de truncar.

Las mujeres se levantaron de las butacas y sus faldas crujieron al ahuecarse como las alas de un cuervo siniestro. Tras el criado, ellas fueron las primeras en abandonar la sala y salir a la fresca galería. La que dijo ser la hermana avanzó delante. La que dijo ser la viuda, detrás. A su espalda dejaron los pliegos de papel que habían traído consigo: los que ratificaban, negro sobre blanco, la veracidad de una premonición. Por último se dispuso a salir el intérprete, pero el dueño de la casa le frenó la voluntad.

Su mano grande y nudosa, áspera, fuerte aún, se posó sobre el pecho del americano con la firmeza de quien sabe mandar y sabe que le van a obedecer.

—Un momento, joven, hágame el favor.

El intérprete apenas tuvo tiempo de responder al requerimiento.

—Samuelson ha dicho que se llama usted, ¿verdad?

—Así es, señor.

—Muy bien, Samuelson —dijo bajando la voz—. Sobra decirle que esta conversación ha sido del todo privada. Una palabra a alguien sobre ella, y me encargo de que la semana que viene le deporten y le llamen a filas en su país. ¿De dónde es usted, amigo?

El joven notó la garganta seca como el techo de un jacal.

—De Hartford, Connecticut, señor Larrea.

—Mejor me lo pone. Así podrá contribuir a que los yanquis le ganen la guerra a la Confederación de una puñetera vez.

Cuando calculó que ya habían alcanzado el zaguán, alzó con los dedos el cortinón de uno de los balcones y observó a las cuñadas salir de la casa y subir a su propia berlina. El cochero Laureano arreó a las yeguas y éstas arrancaron el paso briosas, sorteando a viandantes respetables, a criaturas harapientas sin zapatos ni guaraches y a docenas de indios envueltos en sarapes que proclamaban en un caótico torrente de voces la venta de sebo y tapetes de Puebla, cecina, aguacates, nevados de sabores y figuras en cera del Niño Dios. Una vez comprobó que el carruaje doblaba hacia la calle de las Damas, se apartó del balcón. Sabía que Elías Andrade, su apoderado, tardaría al menos media hora en llegar. Y no tuvo duda sobre qué hacer durante la espera.

Blindado ante cualquier mirada ajena, en el tránsito de una estancia a otra Mauro Larrea se fue quitando la chaqueta con furia. Se desanudó luego a tirones el corbatón, se desabotonó los gemelos y se arremangó por encima de los codos las mangas de la camisa de cambray. Cuando llegó a su destino, con los antebrazos desnudos y el cuello abierto, inspiró con fuerza e hizo por fin girar el mueble con forma de ruleta que sostenía los tacos en posición vertical.

Santa Madre de Dios, murmuró.

Nada hacía prever que elegiría el que acabó eligiendo. Poseía otros más nuevos, más sofisticados y valiosos, acumulados a lo largo de los años como muestras tangibles de su auge imparable. Más certeros para el tiro, más equilibrados. Y sin embargo, en aquella tarde que desgarró su vida y cuya luz se fue apagando mientras los criados encendían quinqués y candiles por los rincones de su gran casa, mientras las calles seguían rebosantes de pulso, y el país se mantenía obcecadamente ingobernable en contiendas que parecían no tener fin, él rechazó lo predecible. Sin ninguna lógica aparente, sin ninguna razón, eligió el taco viejo y tosco que le ataba a su pasado y se dispuso a batirse rabioso contra sus propios demonios frente a la mesa de billar.

Pasaron los minutos mientras ejecutaba tiros con eficacia implacable. Uno tras otro, tras otro, tras otro, acompañado tan sólo por el ruido de las bolas al rebotar contra las bandas y el sonido seco del choque del marfil. Controlando, calculando, decidiendo como hacía siempre. O como casi siempre. Hasta que, desde la puerta, una voz sonó a su espalda.

—Nada bueno barrunto al verte con ese taco en las manos.

Prosiguió el juego como si nada hubiera escuchado: ahora girando la muñeca para rematar un tiro certero, ahora formando con los dedos un sólido anillo por enésima vez, dejando visible en su mano izquierda dos dedos machacados en sus extremos y aquella oscura cicatriz que le subía desde el arranque del pulgar. Heridas de guerra, solía decir irónico. Las secuelas de su paso por las tripas de la tierra.

Pero sí había oído la voz de su apoderado, claro que sí. La voz bien modulada de aquel hombre alto de elegancia exquisitamente trasnochada que, tras su cráneo limpio como un canto de río, escondía un cerebro vibrante y sagaz. Elías Andrade, además de velar por sus finanzas y sus intereses, también era su amigo más cercano: el hermano mayor que nunca tuvo, la voz de su conciencia cuando la vorágine de los días convulsos le escatimaba la serenidad necesaria para discernir.

Inclinándose elástico sobre el tapete, Mauro Larrea impulsó la última bola de lleno y dio por terminada su solitaria partida. Entonces devolvió el taco a su mueble y, sin prisa, se giró hacia el recién llegado.

Se miraron frente a frente, como tantas otras veces. Para lo bueno y para lo malo, siempre había sido así. A la cara. Sin subterfugios.

—Estoy en la ruina, compadre.

Su hombre de confianza cerró los ojos con fuerza, pero no replicó. Simplemente, sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente. Había empezado a sudar.

A la espera de una respuesta, el minero levantó la tapa de una caja de fumar y sacó un par de tabacos. Los encendieron con un brasero de plata y el aire se llenó de humo; sólo entonces reaccionó el apoderado ante la tremebunda noticia que acababa de llegarle a los oídos.

—Adiós a Las Tres Lunas.

—Adiós a todo. Al carajo se fue todo a la vez.

Conforme a su vida entre dos mundos, a veces mantenía recias expresiones castellanas y en otras sonaba más mexicano que el Castillo de Chapultepec. Dos décadas y media habían transcurrido desde que llegara a la vieja Nueva España, convertida ya en una joven república tras un largo y doloroso proceso de independencia. Arrastraba él por entonces un tajo en el corazón, dos responsabilidades irrenunciables y la necesidad imperiosa de sobrevivir. Nada hacía prever que su camino se cruzara con el de Elías Andrade, último eslabón de una añeja saga criolla tan noble como empobrecida desde el ocaso de la colonia. Pero, como en tantas otras cosas en las que intervienen los vientos del azar, los dos hombres acabaron por coincidir en la infame cantina de un campamento minero en Real de Catorce, cuando los negocios de Larrea —una docena de años más joven— comenzaban a tomar vuelo y los sueños de Andrade —otros tantos más viejo— habían caído ya hasta lo más hondo. Y pese a los mil altibajos que ambos sortearon, pese a los descalabros y los triunfos y las alegrías y los sinsabores que la fortuna acabó poniéndoles por delante, nunca volvieron a separarse.

—¿Te la jugó el gringo?

—Peor. Está muerto.

La ceja alzada de Andrade enmarcó un signo de interrogación.

—Lo liquidaron los sudistas en la batalla de Manassas. Su mujer y su hermana vinieron desde Filadelfia para comunicármelo. Ésa fue su última voluntad.

—¿Y la maquinaria?

—La requisaron antes sus propios socios para las minas de carbón del valle de Lackawanna.

—La habíamos pagado entera... —musitó estupefacto.

—Hasta el último tornillo, no tuvimos otra opción. Pero ni una sola pieza llegó a embarcar.

El apoderado se acercó a un balcón sin mediar palabra y abrió las hojas de par en par, tal vez con el iluso deseo de que un soplo de aire espantara lo que acababa de oír. De la calle, sin embargo, sólo subieron las voces y los ruidos de siempre: el ajetreo imparable de la que hasta pocos lustros antes fuera la mayor metrópoli de las Américas. La más rica, la más poderosa, la vieja Tenochtitlán.

—Te avisé —masculló con la mirada abstraída en el tumulto callejero, sin girarse.

La única reacción de Mauro Larrea fue una intensa calada a su habano.

—Te dije que volver a explotar esa mina era algo demasiado temerario: que no optaras por esa concesión diabólica, que no invirtieras tal barbaridad de dinero en máquinas extranjeras, que buscaras accionistas para compartir el riesgo… Que te quitaras ese maldito disparate de la cabeza.

Sonó un cohetón cerca de la catedral, se oyó la gresca entre dos cocheros y el relincho de una bestia. Él expulsó el humo, sin replicar.

—Cien veces te reiteré que no había ninguna necesidad de apostar tan fuerte —insistió Andrade en un tono cada vez más áspero—. Y aun así, contra mi consejo y contra el más elemental sentido común, te empeñaste en arriesgar hasta las pestañas. Hipotecaste la hacienda de Tacubaya, vendiste las del partido de Coyoacán, los ranchos de San Antonio Coapa, los almacenes de la calle Sepulcro, las huertas de Chapingo, los corrales junto a la iglesia de Santa Catarina Mártir.

Recitó el inventario de propiedades como si escupiera bilis, después llegó el turno al resto.

—Te desprendiste además de todas tus acciones, de los bonos contra la deuda pública, de los títulos de crédito y de participación. Y no contento con arriesgar todo lo tuyo, te endeudaste además hasta las cejas. Y ahora no sé cómo piensas que hagamos frente a lo que se nos viene encima.

Por fin él lo interrumpió.

—Aún nos queda algo.

Abrió las manos como si quisiera abarcar la estancia en la que estaban. Y mediante ese gesto, por extensión, atravesó muros y techos, patios, escaleras y tejados.

—¡Ni se te ocurra! —bramó Andrade envolviéndose el cráneo con los diez dedos de las dos manos.

—Necesitamos capital para pagar las deudas más perentorias primero, y para empezar a moverme después.

Si hubiera visto un espectro, la cara del apoderado no habría mostrado más pavor.

—Moverte, ¿hacia dónde?

—Aún no lo sé, pero lo único claro es que tengo que irme. No me queda otra, hermano. Acá estoy quemado; no habrá manera de reemprender nada.

—Espera —insistió Andrade intentando imbuirle serenidad—. Espera, por lo que más quieras. Antes tenemos que valorarlo todo, quizá podamos disimular un tiempo mientras voy apagando fuegos y negociando con acreedores.

—Sabes igual que yo que así no vamos a llegar a ningún sitio. Que, al final de tus cuentas y tus balances, no vas a encontrar más que desolación.

—Ten sosiego, Mauro; témplate. No te anticipes y, sobre todo, no comprometas esta casa. Es lo último que te queda intacto y lo único que quizá pueda servirte para que todo parezca lo que no es.

La imponente mansión colonial de la calle de San Felipe Neri, a eso se refería. El viejo palacio barroco comprado a los descendientes del conde de Regla, el que fuera el mayor minero del virreinato: la propiedad que le posicionaba socialmente en las coordenadas más deseables de la traza urbana. Aquello era lo único que no puso en juego a fin de conseguir la monstruosa cantidad de dinero contante que necesitaba para revivir la mina Las Tres Lunas; lo único que quedaba intacto del patrimonio que levantó con los años. Más allá de su mero valor material, los dos sabían lo mucho que aquella residencia significaba: un punto de apoyo sobre el que mantener —aun precariamente apuntalada— su respetabilidad pública. Retenerla le libraba del escarnio y la humillación. Perderla implicaba convertirlo a ojos de toda la capital en un fracaso.

Entre los dos hombres volvió a expandirse una quietud espesa. Los amigos antaño tocados por la suerte, triunfadores, admirados, respetados y atractivos, se miraban ahora como dos náufragos en mitad de una tormenta, arrojados sin aviso a las aguas heladas por un traicionero golpe de mar.

—Fuiste un pinche insensato —reiteró al cabo Andrade, como si repitiendo una y otra vez sus pensamientos fuera a conseguir atenuar lo tremendo del impacto.

—De lo mismo me acusaste cuando te conté cómo empecé con La Elvira. Y cuando me metí en La Santa Clara. Y cuando La Abundancia y La Prosperidad. Y en todas esas minas acabé dando bonanza y saqué plata por toneladas.

—¡Pero entonces no alcanzabas treinta años, eras un puro salvaje perdido en el fin del mundo y podías arriesgarte, pedazo de loco! Ahora que te faltan tres credos para los cincuenta, ¿crees que vas a ser capaz de empezar desde abajo otra vez?

El minero dejó que su apoderado se desahogara a gritos.

—¡Te han propuesto entrar en consorcios y alianzas con las mayores empresas del país! ¡Te han tentado los liberales y los conservadores, podrías ser ministro con cualquiera de ellos en cuanto mostraras el más mínimo interés! No hay salón que no quiera contar contigo como invitado y has sentado a tu mesa a lo más granado de la nación. Y ahora lo mandas todo al carajo por tu testarudez. ¡Tienes una reputación a punto de saltar por los aires, un hijo que sin tu dinero no es más que un desatino y una hija con una posición a la que estás a punto de deshonrar!

Cuando acabó de soltar sapos por la boca, retorció el habano a medio fumar en un cenicero de cristal de roca y se dirigió a la puerta. La silueta de Santos Huesos, el criado indígena, se perfilaba en ese momento bajo el dintel: en una bandeja llevaba dos vasos tallados, un botellón de aguardiente catalán y otro de whisky de contrabando de la Luisiana.

Ni siquiera le dejó depositarla sobre la mesa. Frenándole el paso, Andrade se sirvió un trago con brusquedad. Se lo bebió de un golpe y se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Déjame que repase esta noche las cuentas, a ver si podemos salvar algo. Pero de deshacerte de la casa, por lo que más quieras, olvídate. Es lo único que te queda si esperas que alguien vuelva a confiar en ti. Tu coartada. Tu escudo protector.

Mauro Larrea fingió que le escuchaba, incluso asintió con la mandíbula pero, para entonces, su mente ya avanzaba en otra dirección radicalmente distinta.

Sabía que tenía que empezar de nuevo.

Y para ello necesitaba un capital sonante y poder pensar.

About The Author

© Pilot Press

María Dueñas holds a PhD in English philology. After two decades in academia, she broke onto the literary scene in 2009 with the publication of the New York Times bestselling novel The Time in Between, followed by The Heart Has Its Reasons in 2012. Both novels became international bestsellers and have been translated into thirty-five languages. The television adaptation of The Time in Between earned critical and international acclaim. The Vineyard is her third novel.

Product Details

  • Publisher: Atria/Primero Sueno Press (September 12, 2017)
  • Length: 544 pages
  • ISBN13: 9781501125195

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Raves and Reviews

Praise for María Dueñas


"A wonderful novel, in the old and good tradition, with intrigue, love, mystery and tender, audacious and clean-cut characters."

– Mario Vargas Llosa, recipient of the 2010 Nobel Prize in Literature

"Evocative, tender, and lush; a wonderful experience of times and lives in turmoil."

– Diana Gabaldon, #1 New York Times bestselling author

"María Dueñas is a true storyteller. She weaves a spell, conjuring the heat and the glamour, the hardship and the thrill of Morocco and Spain in the late 1930s."

– Kate Morton, New York Times bestselling author

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