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El Mapa del cielo

Cómo la ciencia, la religión y la gente común están demostrando el más allá

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About The Book

El autor de La prueba del cielo, el bestseller #1 del New York Times, recurre a los sabios de tiempos pasados, a los científicos modernos y a historias de gente común para mostrar que el cielo es real.

Cuando el Dr. Eben Alexander conto la historia de su experiencia cercana a la muerte y su vivido viaje al otro lado, muchos lectores escribieron para decir que eso resonaba profundamente con ellos. Gracias a estos lectores, el Dr. Alexander comprendió que compartir su historia ha permitido a la gente a redescubrir lo que muchos ya sabían en la antigüedad: que la vida consiste en algo mas que en la vida terrenal.

En El mapa del cielo, el Dr. Alexander y su coautor, Ptolemy Tompkins, comparten visiones sobre la vida del mas allá vividas por sus lectores y muestran la manera en que estas se sincronizan frecuentemente con las de los lideres espirituales del mundo, así como con las de filósofos y científicos. Hay un gran acuerdo, a lo largo del tiempo y de las experiencias, sobre la travesía del alma y su supervivencia mas allá de la muerte. En este libro, el Dr. Alexander sostiene que el cielo es un lugar genuino, mostrando como hemos olvidado y como por fin estamos recordando, lo que en realidad somos y cual es nuestro verdadero destino.

Excerpt

El Mapa Del Cielo Introducción


Yo soy el hijo de la tierra y del cielo estrellado, pero mi verdadera estirpe proviene del cielo.

—FRAGMENTO DE UN ANTIGUO TEXTO GRIEGO EN EL QUE SE DAN INSTRUCCIONES A UN ALMA QUE ACAB A DE MORIR SOBRE CÓMO NAVEGAR POR EL MÁS ALLÁ

Imagina una joven pareja en su boda. La ceremonia terminó y todo el mundo está reunido alrededor de los escalones de la iglesia para una foto. Pero la pareja, en este momento particular, no los nota. Están demasiado preocupados el uno con el otro. Se están mirando profundamente a los ojos, las ventanas del alma, como los llamaba Shakespeare.

Profundamente. Una palabra curiosa para describir una acción que sabemos que realmente no puede ser profunda en absoluto. La visión es un asunto estrictamente físico. Los fotones de luz golpean la pared de la retina en la parte posterior del ojo, una mera pulgada y media más o menos detrás de la pupila, y la información que transmite se traduce entonces en impulsos electroquímicos que viajan a través del nervio óptico hacia el centro de procesamiento visual en la parte posterior del cerebro. Es un proceso totalmente mecánico.

Pero, por supuesto, todo el mundo sabe exactamente a qué te refieres cuando dices que estás mirando profundamente a los ojos de alguien. Estás viendo el alma de esa persona, esa parte del ser humano de la que habló el filósofo griego Heráclito hace unos 2.500 años cuando escribió: “No encontrarás los límites del alma, aunque hayas viajado siempre; tan profunda y vasta es”. Ilusión o no, es muy poderoso vislumbrar esa profundidad cuando se presenta a sí misma.

Vemos que esta profundidad se manifiesta con más fuerza en dos ocasiones: cuando nos enamoramos y cuando vemos morir a alguien. La mayoría de las personas ha experimentado la primera, mientras que un número menor, en nuestra sociedad, donde la muerte está tan relegada y fuera de vista, ha experimentado la segunda. Pero el gremio de la medicina y de los trabajadores de cuidados paliativos que ven la muerte con frecuencia, sabrán inmediatamente a qué me refiero. De repente, allí donde había profundidad ahora sólo hay superficie. La mirada viva —incluso si la persona en cuestión era muy vieja y su mirada era vaga y vacilante— se vuelve plana.

Esto lo vemos también cuando un animal muere. La avenida directa a lo que el erudito de las religiones Tito Burckhardt —quien vivió en el siglo xx— llamó “el reino interior del alma” muere, y el cuerpo se vuelve, en esencia, una especie de aparato desenchufado.

Imagina entonces que la novia y el novio se miran a los ojos y ven esa profundidad insondable. Suena el obturador. La imagen es capturada. Una foto perfecta de una pareja perfecta de jóvenes recién casados.

Adelantémonos ahora una media docena de décadas. Imagina que esta pareja tuvo hijos, y que estos hijos tuvieron hijos también. El hombre de la fotografía murió y ahora la mujer vive sola en un hogar para ancianos. Sus hijos la visitan, ella tiene amigos allí, pero a veces, como ahora, se siente sola.

Es una tarde lluviosa y la mujer, sentada junto a la ventana, tomó esa foto de su sitio habitual, enmarcada, en una mesa auxiliar. La mira bajo la luz gris que se filtra. La foto, al igual que la mujer, ha hecho un largo viaje para llegar allí. Comenzó en un álbum de fotos que acabó en manos de uno de sus hijos y luego entró en un marco y vino con ella cuando se trasladó al hogar. Aunque es frágil, está un poco amarillenta y tiene las puntas dobladas, ha sobrevivido. Ella ve a la joven mujer que era mirando a los ojos al hombre con quien se acababa de casar, y recuerda que en ese momento él era más real para ella que cualquier otra cosa en el mundo.

¿Dónde está él ahora? ¿Todavía existe?

En días agradables, la mujer sabe que así es. Seguramente el hombre que tanto amó todos esos años no pudo haber desaparecido simplemente cuando su cuerpo murió. Ella sabe —vagamente— lo que la religión tiene que decir sobre el asunto. Su marido está en el cielo: un cielo en el que ella cree, luego de asistir casi constantemente a la iglesia durante muchos años. Pero en lo más profundo de su ser, nunca ha estado muy segura.

De igual manera, en otros días —como el de hoy— ella duda. Porque sabe también lo que la ciencia tiene que decir sobre este asunto. Sí, ella amaba a su marido. Pero el amor es una emoción; una reacción electroquímica que tiene lugar en el interior del cerebro, que libera hormonas en el cuerpo, dicta nuestros estados de ánimo y nos dice si somos felices o tristes, si estamos alegres o desolados.

En suma, el amor es irreal.

¿Qué es real? Bueno, eso es obvio. Las moléculas de acero, cromo, aluminio y plástico de la silla en la que ella se sienta; los átomos de carbono que componen el papel de la foto que ella sostiene en su mano; el vidrio y la madera de la estructura que protege la imagen. Y, por supuesto, el diamante en su anillo de compromiso y el oro del que tanto este como su anillo de bodas están hechos, esos también son reales.

Pero, ¿el vínculo perfecto, completo y eterno de amor entre dos almas inmortales que estos anillos tienen por objeto representar? Bueno, eso es simplemente algo que suena bonito. La materia sólida y tangible, eso es lo que es real. La ciencia así lo dice.



El interior es tu verdadera naturaleza.

—AL-GHAZALI, MÍSTICO ISLÁMICO DEL SIGLO XI

La raíz de la palabra realidad es la palabra latina res, que significa “cosa”. Las cosas en nuestras vidas, como los neumáticos de los automóviles, los sartenes, los balones de fútbol y los columpios del patio trasero son reales para nosotros debido a que poseen a misma consistencia día tras día. Podemos tocarlos, sopesarlos en nuestras manos, ponerlos hacia abajo y volver más tarde y encontrarlos sin cambios, justo donde los dejamos.

Nosotros, por supuesto, también estamos hechos de materia. Nuestros cuerpos están conformados por elementos como el hidrógeno, el elemento más simple y antiguo, y por otros más complejos como el nitrógeno, el carbono, el hierro y el magnesio. Todos ellos fueron fraguados —creados— con una presión y un calor inconcebibles en el corazón de viejas estrellas que murieron hace mucho tiempo. Los núcleos de carbono tienen seis protones y seis neutrones. De las ocho posiciones en su capa externa donde orbitan sus electrones, cuatro están ocupados por electrones y cuatro están vacantes, de modo que los electrones de otros átomos o elementos se pueden enlazar con el átomo de carbono mediante la unión de sus propios electrones a esas posiciones vacías. Esta simetría particular permite que los átomos de carbono se enlacen con otros átomos de carbono, así como con otros tipos de átomos y moléculas con una eficiencia fantástica. Tanto la química orgánica como la bioquímica —conjuntos masivos que empequeñecen la química de otros subconjuntos— se dedican exclusivamente a estudiar las interacciones químicas relacionadas con el carbono. Toda la estructura química de la vida en la tierra está basada en el carbono y en sus atributos únicos. Es la lengua franca del mundo de la química orgánica. Gracias a esta simetría, los átomos de carbono, cuando son sometidos a una gran presión, se unen con tenacidad reforzada, transformando una materia negra y terrosa en un diamante, el más poderoso símbolo natural de la durabilidad.

Pero a pesar de que los átomos de carbono y el puñado de los otros elementos que componen la mayor parte de nuestros cuerpos son esencialmente inmortales, nuestros propios cuerpos son extremadamente transitorios. Las células nuevas nacen, y las viejas mueren. A cada momento, nuestros cuerpos están recibiendo materia y devolviéndola al mundo físico que nos rodea. En poco tiempo —en un abrir y cerrar de ojos en una escala cósmica— nuestros cuerpos entrarán de nuevo en el ciclo. Se volverán a unir al flujo de carbono, hidrógeno, oxígeno, calcio y otras sustancias primarias que se acumulan y se desintegran, una y otra vez, aquí en la tierra.

Esta idea no es nada nueva, por supuesto. La palabra humano proviene de la misma raíz que humus, tierra. Lo mismo sucede con humilde, lo cual tiene sentido porque la mejor manera de ser humilde es darnos cuenta de lo que estamos hechos. Mucho antes de que la ciencia explicara los detalles minuciosos de cómo sucede esto, en todo el mundo se sabía que nuestros cuerpos están hechos de tierra, y que cuando morimos nuestros cuerpos regresan a ella. Como Dios dice a Adán —un nombre derivado de la palabra hebrea adamah, “tierra”— en el Génesis: “Polvo eres, y en polvo te convertirás”.

Sin embargo, los humanos nunca nos hemos sentido completamente satisfechos con esta situación. Toda la historia de la humanidad puede ser vista como nuestra respuesta a esta aparente terrenidad nuestra, y los sentimientos de dolor y de incompletud que crea. Sospechamos que esta historia contiene algo más.

La ciencia moderna —la última, y de lejos la más poderosa de nuestras respuestas a esta vieja inquietud acerca de nuestra mortalidad— surgió en gran parte de una antigua técnica de manipulación de productos químicos llamada alquimia. Los orígenes de la alquimia se han perdido en la historia. Algunos dicen que comenzó en la antigua Grecia. Otros dicen que los primeros alquimistas vivieron mucho antes, tal vez en Egipto, y que el término se deriva del egipcio al-kemi o “tierra negra”, presumiblemente una referencia a la tierra negra y fértil en las orillas del Nilo.

Había alquimistas cristianos, judíos, musulmanes, taoístas y confucianos. La alquimia estaba simplemente en todas partes. Dondequiera y cuandoquiera que haya surgido, la alquimia se convirtió en una serie de prácticas fantásticamente complejas y generalizadas. La mayoría de estas tenía por objeto convertir en oro metales “comunes” como el cobre y el plomo. Pero la meta primordial de la alquimia consistía en recuperar el estado de inmortalidad que los alquimistas creían que la humanidad poseía originalmente, pero que había perdido hacía mucho tiempo.

Muchas de las herramientas y métodos de la química moderna fueron inventados por los alquimistas, a menudo con gran riesgo. Jugar con la materia física puede ser peligroso y, además de terminar envenenados o volados en pedazos, los alquimistas se arriesgaron a enfrascarse en problemas con los poderes religiosos locales. Al igual que la ciencia a la que dio origen, la alquimia fue, sobre todo en los años previos a la Revolución Científica europea, una herejía.

Uno de los principales descubrimientos de los alquimistas en el curso de su búsqueda de la inmortalidad fue que al momento de someter un producto químico o un elemento a lo que los alquimistas llamaban un proceso de “ensayo” —si se calienta, por ejemplo, o se combina con algún otro químico con el que sea reactivo—, aquellos se convertían en otra cosa. Como tantos otros regalos del pasado, este conocimiento nos parece obvio ahora, pero es sólo porque no realizamos el trabajo que llevó a descubrirlo.



La primera edad era de oro.

—OVIDIO, La metamorfosis

¿Por qué los alquimistas se interesaron tanto en el oro? Una de las razones es obvia. Los alquimistas menores —aquellos que no entendían el elemento espiritual subyacente y más profundo que obraba en él— estaban simplemente tratando de hacerse ricos. Pero los alquimistas reales estaban interesados en el oro por otra razón.

El oro, al igual que el carbono, es un elemento inusual. El núcleo de un átomo de oro es muy grande. Con setenta y nueve protones, sólo otros cuatro elementos estables son más pesados. Esta gran carga eléctrica positiva hace que los electrones que rodean el núcleo del átomo de oro se muevan a una velocidad excepcional, aproximadamente a la mitad de la velocidad de la luz. Si un fotón llega a la tierra desde el sol —el cuerpo celestial que más se asocia con el oro en los textos alquímicos— y rebota en un átomo de oro, y ese fotón consigue entonces entrar en uno de nuestros ojos y golpear la pared de la retina, el mensaje que esto transmite al cerebro crea una sensación curiosamente agradable en nuestra conciencia. Los seres humanos reaccionamos fuertemente al oro, y siempre lo hemos hecho.

El oro genera gran parte de la actividad económica en nuestro planeta. Es hermoso y relativamente escaso y, sin embargo, no tiene un gran valor utilitario; en cualquier caso, no tanto como el que hemos puesto en él. Como especie, hemos decidido que tiene valor, eso es todo. Es por esto que los alquimistas, tanto a través de sus experimentos materiales y de las prácticas internas de meditación que a menudo acompañaban a esos experimentos, lo buscaban desesperadamente. Para ellos, el oro era la representación tangible y solidificada de la parte celestial del ser humano: el alma inmortal. Buscaban recuperar ese otro lado del ser humano, el lado de oro que se une con el lado de tierra para hacernos las personas que somos.

Somos una parte de tierra y una parte de cielo, y los alquimistas lo sabían.

Nosotros también necesitamos saberlo.

Se nos ha enseñado que cualidades como la “belleza” del oro, e incluso su mismo color, no son reales. Se nos ha enseñado también que las emociones son aún menos reales. No son más que patrones reactivos generados por nuestro cerebro en respuesta a los mensajes hormonales enviados por nuestros cuerpos cuando reaccionan ante situaciones de peligro o deseo.

Amor. Belleza. Bondad. Amistad. En la visión del mundo de la ciencia materialista, no hay lugar para tratar estas cosas como realidades. Cuando creemos esto, de la misma manera en que creemos cuando nos dicen que su significado no es real, perdemos nuestra conexión con el cielo, lo que los escritores del mundo antiguo llamaban a veces el “hilo de oro”.

Nos volvemos débiles.

El amor, la belleza, la bondad y la amistad son reales. Son tan reales como la lluvia. Son tan reales como la mantequilla, la madera o la piedra, el plutonio, los anillos de Saturno o el nitrato de sodio. En el nivel terrenal de la existencia, es fácil perderlo de vista.

Pero lo que pierdes, lo puedes recuperar.



Los pueblos iletrados ignoran muchas cosas, pero rara vez son estúpidos pues, como tienen que depender de su memoria, son más propensos a recordar lo que es importante. Los pueblos letrados, por el contrario, tienden a perderse en sus enormes bibliotecas de información registrada.I

—HUSTON SMITH, ERUDITO RELIGIOSO

Los seres humanos hemos existido en nuestra forma moderna por casi cien mil años. Durante la mayor parte de este tiempo, tres preguntas han sido intensamente importantes para nosotros:

¿Quiénes somos?

¿De dónde venimos?

¿A dónde vamos?

Durante la gran mayoría de nuestro tiempo en este planeta, los seres humanos no hemos dudado ni por un momento de que el mundo espiritual fuera real. Creíamos que era el lugar del que venía cada uno de nosotros cuando nacimos, y que era el lugar al que volveríamos cuando muriéramos.

Muchos científicos de hoy piensan que estamos justo a un paso de saber casi todo lo que hay que saber acerca del universo. Se habla mucho en estos días, entre algunos de estos científicos, de una “Teoría del Todo”. Una teoría que da cuenta hasta del último fragmento de datos sobre el universo que tenemos actualmente: una teoría que, como su nombre lo indica, lo explicará todo.

Pero hay algo más curioso acerca de esta teoría. No incluye respuestas a una sola de esas tres preguntas enumeradas anteriormente: aquellas cuyas respuestas son las más importantes el 99,9 por ciento de nuestro tiempo en la tierra. Esta Teoría del Todo no menciona el cielo.

La palabra cielo significaba originalmente, simplemente, “firmamento”. Esto es lo que significa la palabra que se traduce como “cielo” en el Nuevo Testamento. La palabra cielo, además, tiene la misma raíz que la palabra inglesa ceiling (techo). Aunque ahora sabemos que el cielo no está literalmente allá, muchos de nosotros seguimos sintiendo que hay una dimensión, o dimensiones, que están “arriba” del mundo terrenal en cuanto que son “más altas” en un sentido espiritual. Cuando utilizo la palabra “cielo” en este libro, y digo que está “arriba” de nosotros, lo hago con el entendimiento de que nadie piensa actualmente que el cielo esté simplemente allá arriba en el firmamento, o que es el simple lugar de las nubes y del sol eterno que la palabra ha llegado a evocar. Cuando la uso, me refiero a todos los vastos dominios espirituales que se extienden más allá de este cuerpo terrenal, y en comparación con el cual toda dimensión física observable es como un grano de arena en una playa.

Hay otro grupo hoy en día —un grupo que incluye también a muchos científicos— que cree igualmente que podríamos estar a punto de descubrir una Teoría del Todo. Pero la Teoría del Todo de la que habla este grupo es muy diferente de la que la ciencia materialista piensa que está a punto de descubrir.

Esta otra teoría es diferente de la primera de dos maneras importantes.

La primera es que planteará que en realidad nunca podemos tener una Teoría del Todo, si por ello se entiende una que sea agresiva, materialista y orientada a los datos.

La segunda diferencia es que, en esta otra Teoría del Todo, las tres preguntas originales, primordiales y de importancia fundamental sobre la condición humana, serán abordadas. El cielo será incluido en ella.



Considero la conciencia como fundamental. Considero la materia como derivada de la conciencia. No podemos estar detrás de la conciencia. Todo lo que hablamos, todo lo que consideramos como existente, postula la conciencia.

—MAX PLANCK (1858–1947), FÍSICO CUÁNTICO

En el siglo XX, después de tres siglos fantásticamente exitosos, la ciencia —y en particular, la rama de la ciencia conocida como física— recibió una sorpresa. En el fondo, en el corazón mismo del asunto, se encontró con algo que no podía explicar. Resultó que ese “asunto”, esas cosas que la ciencia pensaba que entendía tan bien, no eran en absoluto lo que la ciencia había pensado que eran. Los átomos —esos pequeños objetos sólidos como una roca inquebrantable que la ciencia había pensado que eran los cimientos últimos del mundo—, resultaron no ser tan sólidos, o tan irrompibles, después todo. La materia resultó ser una matriz deslumbrante y compleja de fuerzas super poderosas pero inmateriales. No había nada de material en ella.

El asunto se volvió aún más raro. Si había algo que la ciencia pensaba que conocía tan bien como la materia, era el espacio, el área en torno a la cual giraba la materia de un modo agradable y simple. Pero el espacio tampoco estaba realmente “ahí”. Al menos no de la manera simple, directa y fácil de entender que los científicos habían pensado que era. Se curvaba. Se estiraba. Estaba íntimamente ligado con el tiempo. Era cualquier cosa menos simple.

Entonces, como si eso fuera poco, otro factor entró en el panorama: un factor del cual la ciencia tenía conocimiento desde hacía mucho tiempo, pero por el cual no se había interesado hasta ese entonces. De hecho, la ciencia sólo había logrado acuñar una palabra para este fenómeno en el siglo XVII, a pesar de que todos los pueblos precientíficos del mundo lo habían puesto en el centro de su visión de la realidad y de que tenían docenas de palabras para él.

Este nuevo factor era la conciencia —ese hecho simple, pero sumamente complejo de ser consciente— de conocerse a uno mismo y al mundo alrededor de uno.

Nadie en la comunidad científica tenía la más remota idea de lo que era la conciencia, pero eso no había sido un problema anteriormente. Los científicos simplemente lo dejaron por fuera del panorama porque, dijeron, al ser inconmensurable, la conciencia no era real. Pero en la década de 1920, los experimentos de mecánica cuántica revelaron no sólo que la conciencia se puede detectar, sino que, en un nivel subatómico, no había manera de no hacerlo porque la conciencia del observador lo ligaba en realidad a todo lo que observara. Era una parte inamovible de cualquier experimento científico.

Esta fue una revelación sorprendente, a pesar del hecho de que la mayoría de los científicos optaron, sin embargo —y en general—, por ignorarla. Para desilusión de los muchos científicos que creían que estaban a punto de explicar todo en el universo desde una perspectiva completamente materialista, la conciencia pasó ahora directamente al centro del escenario y se negó a ser dejada de lado. A medida que pasaron los años y la experimentación científica a nivel subatómico —un dominio conocido en general como la mecánica cuántica— se hizo cada vez más sofisticada, el papel clave que desempeña la conciencia en cada experimento se hizo cada vez más claro, aunque fuera todavía imposible de explicar. Como escribió el físico teórico húngaro-estadounidense Eugene Wigner: “No era posible formular las leyes de la mecánica cuántica de una manera plenamente coherente sin hacer referencia a la conciencia”. El físico y matemático alemán Ernst Pascual Jordan expresó esto de un modo aún más contundente: “Las observaciones —escribió— no sólo perturban lo que ha de ser medido, sino que lo producen”. Esto no significa necesariamente que elaboramos la realidad con nuestra imaginación; pero sí quiere decir que la conciencia está tan ligada a realidad que no hay manera de concebir la realidad sin ella. La conciencia es el verdadero fundamento de la existencia.

La comunidad de la física aún tiene que interpretar lo que revelan los resultados de los experimentos de mecánica cuántica acerca del funcionamiento del universo. Los brillantes padres fundadores de este campo, incluyendo a Werner Heisenberg, Louis de Broglie, Sir James Jeans, Erwin Schrödinger, Wolfgang Pauli y Max Planck fueron lanzados hacia el misticismo en sus esfuerzos por comprender plenamente los resultados de sus experimentos sobre el funcionamiento del mundo subatómico. De acuerdo con el “problema de la medición”, la conciencia tiene un papel crucial en determinar la naturaleza de la realidad evolutiva. No hay manera de separar al observador de lo observado. La realidad representada por los experimentos en la mecánica cuántica es completamente contraria a la intuición de lo que cabría esperar sobre la base de nuestra vida cotidiana en el ámbito terrenal. Una comprensión e interpretación más profunda requerirán de una reelaboración exhaustiva de nuestros conceptos de conciencia, causalidad, espacio y tiempo. De hecho, un aumento robusto de la física que abrace plenamente la realidad de la conciencia (el alma o el espíritu) como la base de todo lo que es, será necesario para trascender el profundo enigma que descansa en el corazón de la física cuántica.



Sostengo que el misterio humano ha sido increíblemente degradado por el reduccionismo científico, con su reclamo del materialismo promisorio que ha dado cuenta, con el paso del tiempo, de todo el mundo espiritual en términos de patrones de actividad neuronal. Esta creencia debe ser clasificada como una superstición… tenemos que reconocer que somos seres espirituales con almas que existen en un mundo espiritual, así como seres materiales con cuerpos y cerebros que existen en un mundo material.

—SIR JOHN C. ECCLES (1903–1997), NEUROFISIÓLOGO

Ninguna descripción de la naturaleza de la realidad puede comenzar siquiera antes de que tengamos una visión mucho más clara de la verdadera naturaleza de la conciencia y de su relación con la realidad emergente en el ámbito físico. Podríamos hacer un mayor progreso si aquellos formados en la física se sumergieran también en el estudio de lo que algunos científicos han llamado el “difícil problema de la conciencia”. La esencia de este difícil problema es que la neurociencia moderna asume que el cerebro crea la conciencia debido a su gran complejidad. Sin embargo, no hay absolutamente ninguna explicación que sugiera algún mecanismo por el cual ocurra esto. De hecho, mientras más investigamos el cerebro, más nos damos cuenta de que la conciencia existe independientemente de él. Roger Penrose, Henry Stapp, Amit Goswami y Brian Josephson son ejemplos notables de físicos que han perseguido una incorporación de la conciencia a los modelos de la física, pero la mayor parte de la comunidad de la física permanece ajena a los niveles más esotéricos de la investigación requerida.



El día en que la ciencia comience a estudiar los fenómenos no físicos, hará más progresos en una década que en todos los siglos anteriores de su existencia.

—NIKOLA TESLA (1856–1943)

La nueva teoría —el nuevo “Mapa de Todo” con el que estoy completamente a favor— incluirá todos los descubrimientos revolucionarios que ha hecho la ciencia en el último siglo, y muy especialmente los nuevos descubrimientos sobre la naturaleza de la materia y del espacio, así como los revolucionarios descubrimientos sobre la centralidad de la conciencia que sumieron a la ciencia materialista en un gran caos a principios del siglo XX. Abordará descubrimientos como los del físico Werner Heisenberg de que las partículas subatómicas nunca están en realidad en un solo lugar, sino que ocupan un estado constante de probabilidad estadística para que puedan estar aquí, o que podrían estar ahí, pero que nunca pueden estar confinadas totalmente y de manera incuestionable a un solo lugar. O que un fotón —una unidad de luz— aparece como una onda si lo medimos de una manera, y como una partícula si lo medimos de otra, aunque siga siendo exactamente el mismo fotón. O descubrimientos como el de Erwin Schrödinger de que los resultados de ciertos experimentos subatómicos son determinados por la conciencia del observador, quien los registra de una manera tal que en realidad pueden “revertir” el tiempo, de modo que una reacción atómica desencadenada dentro de una caja que fue sellada tres días antes no se completará realmente hasta que se abra la caja y los resultados de la acción sean percibidos por un observador consciente. La reacción atómica permanece en un estado suspendido de ocurrir y de no ocurrir hasta que la conciencia entra en escena y la cimenta en la realidad.

Este nuevo Mapa de Todo incluirá también la enorme cantidad de datos que están llegando desde otra área de investigación a la que la ciencia materialista presta incluso menos atención de la que prestó en el pasado con la conciencia, y que la religión dogmática también ignoró decididamente: las experiencias cercanas a la muerte. Visiones en el lecho de muerte. Momentos de contacto aparente con seres queridos difuntos. Todo un mundo de encuentros extraños pero totalmente reales en el mundo espiritual y que experimentan las personas todo el tiempo, pero de los que ni la ciencia dogmática ni la religión dogmática nos han permitido hablar.

El tipo de eventos de los que la gente me habla todo el tiempo.

Estimado Dr. Alexander:

Me encantó leer acerca de su experiencia. Me recordó la experiencia cercana a la muerte que tuvo mi padre cuatro años antes de su fallecimiento. Él tenía un doctorado en astrofísica y una “mentalidad científica” absoluta antes de su experiencia cercana a la muerte.

Estaba en cuidados intensivos y su estado era muy delicado. Había recorrido un camino difícil en la vida en términos emocionales y cayó presa del alcoholismo, hasta que muchos órganos de su cuerpo se saturaron y contrajo neumonía doble. Estuvo tres meses en terapia intensiva. Pasó un tiempo en coma inducido. Cuando empezó a recuperarse, comenzó a transmitir su experiencia de estar con seres semejantes a ángeles que se comunicaron con él para decirle que no se preocupara y que todo iba a estar bien. Le dijeron que pronto se sentiría mejor y que continuara con su vida. Dijo que lo estaban ayudando y que ya no tenía miedo de morir. Solía decirme, después de recuperarse, que no debíamos preocuparnos cuando él muriera y que debíamos tener la certeza de que él estaría bien.

… [C]ambió enormemente después de su experiencia. No volvió a beber, pero… dijo que era demasiado para él… era un hombre muy reservado… Murió súbitamente de un desgarre en la aorta mientras dormía en su casa, cuatro años después de su estancia en el hospital. Encontramos notas adhesivas en su casa después de su muerte. “AGTF”. Al final, dedujimos que significaba “Ángeles de la guarda. Tengan fe”. Tal vez esto le había ayudado en su abstinencia. Tal vez le ayudó a recordar el consuelo que había sentido mientras estaba fuera de su cuerpo.

Poco antes de morir, recuerdo haberle preguntado qué pensaba que sucede cuando morimos. Dijo que no lo sabía muy bien, y que se trataba de algo que nosotros como seres humanos no hemos descubierto todavía, pero que lo haremos. Supongo que había experimentado el lugar donde se encuentran la ciencia y la espiritualidad. Fue un verdadero alivio leer la experiencia que usted tuvo, además de que me confirmó la experiencia de mi padre.

Muchas gracias,

Pascale

¿Por qué la gente me cuenta historias como esta? La respuesta es sencilla. Soy un médico que tuvo una ECM (experiencia cercana a la muerte); un miembro firme de la “ciencia dogmática” que tuvo una experiencia que lo envió al otro lado. No al lado de la “religión dogmática”, sino a un tercer lado de la habitación, si se quiere: a un lado que cree que la ciencia y la religión tienen cosas que enseñarnos, pero que ninguna de ellas tiene, ni tendrá nunca, todas las respuestas. Este lado de la habitación cree que estamos al borde de algo realmente nuevo: de un matrimonio de la espiritualidad y de la ciencia que cambiará para siempre la manera como nos entendemos y nos experimentamos a nosotros mismos.

En La prueba del cielo describí cómo la aparición repentina de una cepa de meningitis bacteriana muy extraña me condujo a un hospital, sumiéndome en un estado de coma profundo por siete días. Durante ese tiempo, sufrí una experiencia que todavía estoy en proceso de absorber y comprender. Viajé a través de una serie de reinos suprafísicos, cada uno más extraordinario que el anterior.

En el primero, que llamo Reino de la Visión Ocular de la Lombriz, me sumergí en un estado primitivo y primordial de conciencia en el que sentí, mientras estaba en él, algo así como si estuviera enterrado en la tierra. Sin embargo, no era tierra ordinaria, pues todo lo que sentía a mi alrededor —y a veces oía y veía— eran otras formas, otras entidades. Era horrible por un lado, reconfortante por otro (sentí como si fuera, y siempre hubiera sido, parte de esta oscuridad primitiva). A menudo me preguntan: “¿Era eso el infierno?”. Yo esperaría que el infierno fuera por lo menos un poco interactivo y esto no lo era en absoluto. Aunque no recordaba la tierra, o incluso lo que era un ser humano, yo tenía, al menos, sentido de la curiosidad. “¿Quién? ¿Qué? ¿Dónde?”, pregunté. Y nunca hubo un atisbo de respuesta.

Con el tiempo, un ser de luz —una entidad circular que emitía una hermosa música celestial a la que llamé Melodía Giratoria— descendió lentamente, arrojando maravillosos filamentos de plata viva y luz dorada. La luz se abrió como una rasgadura en el tejido de ese reino tosco y me sentí pasar a través de la rasgadura, como si fuera un portal, hasta llegar a un valle asombrosamente hermoso y lleno de vegetación exuberante y fértil en donde unas cascadas formaban piscinas cristalinas. Me encontré a mí mismo en forma de una mota de conciencia en el ala de una mariposa, entre enjambres pulsantes de millones de ellas. Fui testigo de impresionantes cielos de un azul negro aterciopelado, llenos de orbes de luz dorada cayendo en picada, que más tarde llamé coros angélicos, dejando rastros brillantes en nubes ondulantes de colores. Esos coros cantaban himnos y cánticos mucho más allá de todo lo que yo había visto en la tierra. Había también una amplia gama de universos más grandes que tenían una forma que he llegado a llamar “sobreesfera”, y que estaba allí para ayudarme a difundir las lecciones que yo debía aprender. Los coros angelicales ofrecían otro portal a reinos más altos. Subí hasta llegar al Núcleo, el sanctasanctórum más profundo de lo Divino, la negrura infinitamente profunda, rebosante de un indescriptible amor divino e incondicional. Allí, me encontré con la deidad infinitamente poderosa que todo lo sabe, y a la que más tarde llamé Om gracias al sonido que sentí en ese reino de manera muy prominente. Aprendí lecciones de una profundidad y una belleza que estaban completamente más allá de mi capacidad de explicación. Durante toda mi estadía en el Núcleo siempre sentí una fuerte sensación de que hubiese tres de nosotros (el infinito Divino, el orbe brillante y la conciencia pura).

Durante este viaje, tuve un guía. Era una mujer extraordinaria y hermosa que apareció por primera vez mientras yo cabalgaba, como mota de conciencia, en el ala de aquella mariposa en el Reino de la Puerta de Entrada. Nunca había visto a esta mujer. Tampoco sabía quién era. Sin embargo, su presencia fue suficiente para sanar mi corazón, para hacerme íntegro de una manera que nunca había pensado que fuera posible. Sin hablar, ella me hizo saber que yo era amado y cuidado sin medida, y que el universo era un lugar vasto, mejor y más bello de lo que yo podría haber soñado. Yo era una parte insustituible del todo (como todos nosotros), y toda la tristeza y el miedo que había conocido en el pasado eran el resultado de que, de alguna manera, hubiera olvidado esto, el más fundamental de los hechos.

Estimado Dr. Alexander:

Hace treinta y cuatro años tuve una ECM, pero no era yo quien estaba muriendo. Era mi madre. Estaba siendo tratada por cáncer en el hospital y los médicos nos dijeron que tenía un máximo de seis meses de vida. Era sábado y yo tenía programado volar desde Ohio a Nueva Jersey el lunes. Estaba en mi jardín cuando de repente me recorrió esta sensación. Fue abrumadora. Era una sensación de una cantidad increíble de amor. Fue la mejor sensación de euforia que uno pueda imaginar. Me puse de pie, preguntándome ¿qué rayos era eso? Luego me atravesó de nuevo. Sucedió tres veces en total. Yo sabía que mi madre había muerto. La sensación fue como si ella me abrazara, pero atravesaba todo mi ser. Y cada vez que ella lo hacía, yo sentía esta abundancia sobrenatural, increíble e inconmensurable de amor.

Entré a mi casa, envuelto todavía en una niebla con respecto a lo que había sucedido. Me senté al lado del teléfono para esperar la llamada de mi hermana. Diez minutos después, el teléfono sonó. Era mi hermana. “Mamá falleció”, dijo.

Incluso 30 años después, no puedo contar esta historia sin llorar, no tanto de tristeza como de alegría. Esos tres momentos en el jardín cambiaron mi vida para siempre. Desde entonces, no he temido a la muerte. Estoy realmente celoso de las personas que han fallecido. (Sé que suena raro pero es la verdad).

Antes, cuando esto sucedió, no teníamos todos estos programas de televisión y libros acerca de las ECM. No eran el fenómeno público que son hoy en día, así que no tenía ni idea de qué pensar al respecto. Pero sabía que era real.

Jean Hering

Cuando regresé de mi viaje (un milagro en sí mismo y que describí en detalle en La prueba del cielo), yo era en muchos aspectos como un niño recién nacido. No tenía recuerdos de mi vida terrenal, pero sabía muy bien dónde había estado. Tuve que volver a aprender quién, en qué y dónde estaba. Durante días, y luego semanas, como la nieve que cae suavemente, recobré mi conocimiento antiguo y terrenal. Las palabras y el lenguaje regresaron en un lapso de horas y días. Con el amor y la persuasión gentil de mis familiares y amigos, regresaron también otros recuerdos. Volví a la comunidad humana. En ocho semanas, mi conocimiento previo de la ciencia, incluyendo las experiencias y el aprendizaje luego de pasar más de dos décadas como neurocirujano en hospitales de enseñanza, regresó de lleno. Esa recuperación plena sigue siendo un milagro, sin ninguna explicación por parte de la medicina moderna.

Pero yo era una persona diferente de la que había sido. Las cosas que había visto y experimentado mientras había abandonado mi cuerpo no se desvanecieron como lo hacen los sueños y las alucinaciones. Permanecieron. Y cuanto más tiempo permanecían, más me daba cuenta de que lo que me había sucedido la semana que estuve más allá de mi cuerpo físico había reescrito todo lo que yo creía saber sobre la existencia. La imagen de la mujer en el ala de la mariposa permaneció conmigo y me persiguió, así como lo hicieron todas las otras cosas extraordinarias que encontré en esos mundos del más allá.

Cuatro meses después de salir del coma, recibí una foto por correo. Una fotografía de mi hermana biológica Betsy, a quien nunca conocí porque fui adoptado a una edad temprana y Betsy había muerto antes de que yo buscara a mi familia biológica y me reuniera con ella. La foto era de Betsy. Pero también era de otra persona. Era de la mujer en el ala de la mariposa.

En el instante en que me di cuenta de esto, algo cristalizó dentro mí. Era casi como si, desde que había regresado, mi mente y mi alma hubieran sido como el contenido amorfo de una crisálida de mariposa: no podía volver a ser lo que había sido antes, pero tampoco podía seguir adelante. Había quedado atrapado.

Esa foto —así como el impacto repentino de reconocimiento que sentí al mirarla— fue la confirmación que yo necesitaba. A partir de entonces estuve de nuevo en el mundo antiguo y mundano que había dejado atrás antes de caer en coma, como una persona completamente nueva.

Había vuelto a nacer.

Pero el verdadero viaje acababa de comenzar. Cada día tengo más revelaciones a través de la meditación, de mi trabajo con nuevas tecnologías que, espero, harán más fácil que otros accedan al reino espiritual (véase el apéndice), y luego de hablar con la gente que encuentro en mis viajes. Muchas personas han vislumbrado algo de lo que yo vislumbré, y experimentado lo que experimenté. A estas personas les encanta compartir sus historias conmigo, y me encanta escucharlas. Les parece maravilloso que un miembro de larga data de la comunidad científica materialista pudiera cambiar tanto como lo he hecho yo. Y estoy de acuerdo con ellos.

Como un médico con una larga carrera en reconocidas instituciones médicas como Duke y Harvard, yo era el perfecto escéptico del entendimiento, el tipo que, si ustedes me contaban acerca de su ECM o de la visita que habían recibido de su tía difunta para decirles que estaba muy bien, los habría mirado y dicho, con simpatía pero en definitiva, que se trataba de una fantasía.

Innumerables personas están teniendo experiencias como estas. Todos los días me encuentro con ellas. No sólo en las charlas que doy, sino también detrás de mí en la fila en Starbucks y sentadas a mi lado en los aviones. Me he convertido, a través del alcance logrado por La prueba del cielo, en alguien con quien la gente siente que puede hablar de este tipo de cosas. Cuando lo hacen, siempre me sorprende la notable unidad y coherencia de lo que tienen por decir. Estoy descubriendo más y más similitudes entre lo que estas personas me dicen y lo que creyeron los pueblos del pasado. Estoy descubriendo lo que los antiguos ya sabían: que el cielo nos hace humanos. Nos olvidamos de esto bajo nuestro propio riesgo. Sin el conocimiento de una geografía amplia de dónde venimos y a dónde iremos de nuevo cuando nuestros cuerpos físicos mueran, estamos perdidos. Ese “hilo de oro” es la conexión con lo anterior, y que hace que la vida aquí abajo no sólo sea tolerable sino alegre. Sin él, estamos perdidos.

Mi historia es una pieza del rompecabezas, un indicio más del universo y del Dios bondadoso obrando en él, de que el tiempo de la ciencia y la religión autoritarias ha terminado y de que un nuevo matrimonio de las partes mejores y más profundas de las sensibilidades científicas y espirituales ocurrirá finalmente.

En este libro quiero compartir lo que he aprendido de otros —de los antiguos filósofos y místicos, de los científicos modernos y de muchísimas personas comunes y corrientes como yo—, algo que llamo Regalos del Cielo. Estos regalos son los beneficios que recibimos cuando nos abrimos a la única gran verdad que aquellos que vivieron antes de nosotros sabían: que hay un mundo más grande detrás del que vemos todos los días a nuestro alrededor. Ese mundo más grande nos ama más de lo que podemos imaginar y nos está mirando en todo momento, con la esperanza de que veamos indicios en el mundo a nuestro alrededor de que realmente está ahí.

Durante sólo unos segundos, supongo, todo el compartimiento estuvo lleno de luz. Esta es la única forma en que puedo describir el momento, pues no había nada que ver en absoluto. Me sentía atrapado en una sensación tremenda de estar dentro de un propósito amoroso, triunfante y brillante. Nunca me sentí más humilde. Nunca me sentí más exaltado. Una sensación muy curiosa pero abrumadora me poseyó y me llenó de éxtasis. Sentí que todo estaba bien para la humanidad: ¡Qué pobres parecen las palabras! La palabra “bien” está tan llena de pobreza. Todos los hombres eran seres resplandecientes y gloriosos que al final sentirían una alegría increíble. Heredarían belleza, música, alegría, un amor inconmensurable y una gloria indescriptible. Eran herederos de esto.

Todo esto ocurrió hace más de cincuenta años, pero incluso ahora puedo verme en la esquina de aquel compartimiento sucio y de tercera clase con las tenues luces de mantos de gas invertidos encima… En pocos momentos la gloria partió, a excepción de un sentimiento curioso y persistente. Yo amaba a todo el mundo en ese compartimiento. Suena tonto ahora, y de hecho me ruborizo al escribirlo, pero en ese momento creo que habría muerto por cualquiera de las personas que había en aquel compartimiento.II

Toda mi vida ha sido una búsqueda por la pertenencia. Luego de crecer siendo el hijo de un neurocirujano muy respetado, era firmemente consciente de la veneración que rayaba en la admiración que la gente tiene por los cirujanos. La gente adoraba a mi padre. No es que él lo alentara. Hombre humilde con una fuerte fe cristiana, asumía su responsabilidad de sanador con demasiada gravedad como para caer en el autoengrandecimiento. Me maravillaban su humildad y su profundo sentido de la vocación. Quería simplemente ser como él, estar a la altura, convertirme en un miembro de la fraternidad médica que, en mi opinión, tenía un encanto sagrado.

Después de varios años de trabajo duro, me gané el camino para ingresar a esa hermandad laica de cirujanos y cirujanas. Sin embargo, la fe espiritual que había llegado de una manera tan fácil y natural para mi padre, me evadió. Al igual que muchos otros cirujanos en el mundo moderno, yo era un maestro en la parte física del ser humano, y un completo inocente en el aspecto espiritual. Simplemente, yo no creía que existiera.

Luego tuve mi ECM en 2008. Lo que me sucedió es un ilustración de lo que nos está pasando como cultura en general, tal como lo es cada una de las historias individuales que me han contado las personas que he conocido. Cada uno de nosotros lleva dentro, profundamente enterrado, un recuerdo del cielo. Traer ese recuerdo a la superficie —ayudarte a encontrar tu propio mapa en ese lugar tan real— es el propósito de este libro.

I. Smith, The Way Things Are, 79.

II. Religious Experience Research Center, relato número 000385, citado en Hardy, The Spiritual Nature of Man, 53.

About The Author

Photograph by Deborah Feingold

Eben Alexander, MD, has been an academic neurosurgeon for the last twenty-five years, including fifteen years at the Brigham & Women’s and the Children’s Hospitals and Harvard Medical School in Boston. He is the author of Proof of Heaven and The Map of Heaven. Visit him at EbenAlexander.com.

Product Details

  • Publisher: Simon & Schuster (November 4, 2014)
  • Length: 208 pages
  • ISBN13: 9781501100482

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